A los padres y madres nos encantaría ser superheróes. Tener el superpoder de evitar el dolor de nuestros hijos, de transformar la desilusión en perseverancia, el desamor en aprendizaje y tener un escudo invisible para eludir los golpes de la vida. Pero no somos superhéroes por más que nos gustaría.
Ayer veía una publicidad de unos cuchillos. Relata la historia de una madre que va de trabajo en trabajo, hasta que su talento y perseverancia son reconocidos. Es muy emotiva la verdad (obviamente lloré, aunque yo no soy parámetro: tengo el gen llorera muy alto en sangre) y el mensaje es muy bueno.
Claro que después me quedaron algunas dudas. El niño, el hijo de la protagonista, dice en un momento que su madre es la mejor del mundo y una de las razones que menciona es que “mi madre está siempre sonriendo”. Ella, por otro lado, le “miente” al hijo, diciéndole que se encarga de salsas y postres en una cocina, mientras en verdad está lavando los platos.
La realidad, insisto, es que no somos superhéroes y si bien no creo que sea mala idea decorar ciertas verdades, evitar otras si no preguntan, hay veces que es adecuado y hasta deseable, que nuestros hijos nos vean tristes, frustrados, desilusionados… Que nos vean humanos.
Eso tiene dos propósitos. El primero es que ellos ven que nosotros también podemos estar tristes y, en el camino, aprenden a empatizar y, dependiendo de la edad, las herramientas para contener a otros. Y, segundo, les enseñamos a gestionar estas emociones también. Dependiendo de cómo lo hagamos nosotros, ellos aprenderán. Si las ocultamos, cuando ellos sientan pena, rabia o desilusión, sus únicas herramientas serán las palabras que les digamos, en cambio al verbalizar nuestros sentimientos, les damos permiso para hacer lo mismo con los suyos.
Y así, aprender a gestionarlos.