Anne Boyer, poeta y ensayista estadounidense, es diagnosticada en 2014 de un cáncer de mama triple negativo que, dentro de los tumores de este tipo resulta ser el que peor pronóstico tiene, el más difícil de tratar y el que precisa del tratamiento más agresivo. Desmorir (2021) recopila una serie de discursos en los que la autora reflexiona sobre su proceso. Lo hace a partir de sus propias experiencias, pero también acude a otras autoras como Susan Sontag, Audrey Lorde o Kathy Acker, las cuales también sufrieron cáncer de mama, o textos clásicos en los que se hace referencia a la enfermedad, el dolor o el sufrimiento como los de Elio Aristides o John Donne.
La riqueza de las citas bibliográficas y las múltiples conexiones que se encuentran en el libro nos van a mostrar, por una parte, la gran erudición de su autora, y por otra, la dramática fuerza con la que se entrega a la investigación. Ella se agarra al pensamiento como si de un bote salvavidas se tratara mientras que siente como su cuerpo se hunde, víctima de los efectos secundarios de un tratamiento tan salvador como despiadado.
Desmorir es una obra maravillosamente compleja. No en vano ha sido galardonada con el Premio Pulitzer de No Ficción de 2020. Cualquier reseña se quedará corta, pero se podrían destacar principalmente tres líneas sobre las que va a girar el libro. Por un lado, el análisis de las consecuencias que el cáncer de mama provoca en una mujer y cómo esta se va a ver disociada entre los devastadores efectos del tratamiento de su mal y un contexto socioeconómico que le exige una fortaleza sin apoyos. Por otro, Boyer va abordar la dificultad que entraña la reflexión sobre la propia enfermedad y cómo esto se refleja en las condiciones de la escritura. Y finalmente, la autora aboga por un enfoque en el que la recuperación se sustente en el apoyo colectivo, en el reforzamiento de las redes de cuidado, tan descuidadas y lastimadas por el sistema económico y social imperante. Pero si el contenido es brillante, no lo es menos la forma
pues la poesía fluye a través de la obra refrescando cada palabra, sin que eso merme un ápice su espíritu reivindicativo.
Se supone que las personas con cáncer de mama debemos ser nosotras mismas, tal y como éramos antes, pero además mejores y más fuertes, y a la vez, estar conmovedoramente peor. Se supone que debemos guardarnos nuestra infelicidad e ir infundiéndole coraje a todo el mundo.
No hay en el libro pretensión de inspirar conmiseración o lástima, antes al contrario, Boyer se rebela ferozmente contra una imagen impuesta en la que la mujer diagnosticada de cáncer pierde toda identidad previa para convertirse en luchadora ejemplar y nueva heroína de la modernidad, con su característico pañuelo en la cabeza y su lazo rosa:“Se supone que las personas con cáncer de mama debemos ser nosotras mismas, tal y como éramos antes, pero además mejores y más fuertes, y a la vez, estar conmovedoramente peor. Se supone que debemos guardarnos nuestra infelicidad e ir infundiéndole coraje a todo el mundo.”
Me esté muriendo o no todavía tengo facturas que pagar, una hija que mantener, estudiantes a los que dar clase, un trabajo que conservar, tengo que ir a trabajar. Finjo un aspecto saludable con la bolsa de maquillaje que Cara me trae al hospital.
La autora denuncia una estructura económica, social y cultural que enarbola el optimismo como herramienta de curación contra la enfermedad cuando, en realidad, se convierte en una carga adicional para la persona enferma. Manifestar dolor o síntomas corporales negativos no está bien visto, lo cual tiene una doble consecuencia. La primera a nivel económico, pues las exigencias sociales a una persona en tratamiento se siguen manteniendo:
“Me esté muriendo o no todavía tengo facturas que pagar, una hija que mantener, estudiantes a los que dar clase, un trabajo que conservar, tengo que ir a trabajar. Finjo un aspecto saludable con la bolsa de maquillaje que Cara me trae al hospital.”
No es ninguna sorpresa que el índice de mortalidad de las mujeres solteras con cáncer de mama, incluso corrigiendo el sesgo de edad, raza e ingresos, doble al de las casadas. La tasa se incrementa si eres soltera y pobre.
Pese a la uniformidad que el diagnóstico del cáncer impone a todo el que lo recibe, ”la cruel democracia de la apariencia”, Boyer recuerda que cada enferma de cáncer de mama tiene un cuerpo y un contexto propios e intransferibles y que no solo son relevantes los marcadores biomédicos, sino también el contexto económico y social:
“No es ninguna sorpresa que el índice de mortalidad de las mujeres solteras con cáncer de mama, incluso corrigiendo el sesgo de edad, raza e ingresos, doble al de las casadas. La tasa se incrementa si eres soltera y pobre.”
La segunda consecuencia de la dictadura del optimismo en “la era del sí y el siglo del puedo ilimitado” es un amordazamiento que impide o dificulta la agrupación y la búsqueda de apoyos sociales, que fomenta la soledad así como un cansancio extremo que provoca “seres consumidos”, víctimas de un sistema neoliberal en el que la obsolescencia es un requisito para mantener la rueda del capitalismo a toda máquina. El diagnóstico de cáncer tiene un poder aislante, de repente la enferma pierde todo su contexto y se transforma en datos (marcadores analíticos, imágenes ecográficas…) que una vez introducidos en un ordenador marcarán las líneas de tratamiento. Los datos se convierten en una divinidad y PubMed en el oráculo sagrado.
Me han visto y me han oído, me han enjuiciado en estos grilletes y han recibido la evidencia, he cortado en pedazos mi propia anatomía, me he diseccionado y se han puesto a leerme.
Y a Boyer no se le escapa que en ese proceso de transformación aparecen los cuidados y que en ellos también existe un sesgo de género: “No solo se exige a los recepcionistas, auxiliares, técnicos de laboratorio y enfermeras que introduzcan la información de mi cuerpo en las bases de datos, también tienen que cuidarme mientras lo hacen […]. Las labores de los cuidados y las labores de los datos coexisten en una especie de simultaneidad paradójica: lo que ambas tiene en común es que a menudo son desempeñadas por mujeres y, como todo lo que históricamente ha sido identificado como labores femeninas, es un trabajo que puede pasar inadvertido. Con frecuencia solo se advierte cuando falta: una casa sucia llama más la atención que una limpia.”
Y una vez hecho este trabajo la consulta médica se convierte en una mera interpretación de datos que surgen de una pantalla en la que la persona real ha desaparecido. Anne Boyer cita a John Donne al referirse a este momento: “Me han visto y me han oído, me han enjuiciado en estos grilletes y han recibido la evidencia, he cortado en pedazos mi propia anatomía, me he diseccionado y se han puesto a leerme.”
Pero la desaparición no solo se funda en esta disolución en los datos, sino también en una infantilización que se agudiza cuando la paciente es mujer y enferma: “Las enfermeras son en su mayoría genios, pero resulta peligroso obedecer a los médicos, algunos de los cuales no parecen saber lo que están haciendo. Se encariñan contigo y creen que saben mejor que tú lo que te conviene. A veces se comportan de una forma mezquina y vengativa cuando les haces una pregunta que les descoloca. Si alguna vez fuiste una adolescente rebelde, podrías confundirlos fácilmente con tu padre.”
La autora denuncia un sistema paternalista que silencia a la paciente y le niega la posibilidad de decidir sobre su propia vida. Boyer rompe una lanza a favor de quienes tienen el valor de hacer la elección más difícil y polémica: la muerte. Renunciar al tratamiento y dejar que la enfermedad siga su curso es juzgado socialmente como un acto de cobardía y a quien se atreve a tomar ese camino se le condena poco menos que al ostracismo: “Hay quienes por miedo, costumbre, desinformación o presión social se someten a quimioterapia incluso en circunstancias en las que no tiene ninguna utilidad médica particular ni ciencia que la respalde. Es como si el mundo estuviera cautivado por los ritos impíos de la sala de infusión y por los melodramas de la pérdida de pelo, las extremidades atrofiadas, las mujeres consumidas.
El hechizo cultural de la quimioterapia es tan extenso que ciertas personas sin cáncer a veces ven a los pacientes que deciden renunciar a ella como una excusa para abandonarlos. «Perdí un montón de amigos», dijo Acker, que «no podían soportar verlo».”
Aquí estamos, aquí estoy, sola, yo misma, la mitad de mi caída, la mitad de nosotras desaparecida, y todas nosotras como fantasmas o las que no mueren o las que desmueren, la mitad de nosotras muertas y la mitad de mi misma olvidada o perdida.
En la obra se pone de manifiesto la clara disociación que surge dentro de la persona enferma y a varios niveles, tanto identitaria como puramente corporal: el extrañamiento ante algo que crece en una misma y que “es y no es una misma”. Y por supuesto, no podemos olvidar la mayor de las disonancias, la que se presenta entre una mente despierta y viva (aunque a veces sedada y atormentada por los medicamentos y el dolor) y un cuerpo que se siente muerto. La sensación es terrorífica y la autora la describe de modo magistral invocando con ello también la fuerza del “nosotras”, de la sororidad y de las pérdidas compartidas: “Soy un fantasma, pero la pérdida de mí misma ni siquiera es metafísica, es mecánica. Aun así, la explicación racional de por qué me siento muerta la mitad del tiempo no sirve de gran cosa
para mitigar el terror irracional de existir sintiéndome como si no existiera. Aquí estamos, aquí estoy, sola, yo misma, la mitad de mi caída, la mitad de nosotras desaparecida, y todas nosotras como fantasmas o las que no mueren o las que desmueren, la mitad de nosotras muertas y la mitad de mi misma olvidada o perdida».
Ante este panorama de aislamiento y disociación, Anne Boyer defiende el poder de las palabras, tanto las que se expresan de modo interno dando lugar al pensamiento y a la capacidad crítica, como a las que implican a otros: las palabras que se comparten y que crean espacios de solidaridad, consuelo y acompañamiento. Defiende el arte, el humor y la amistad, y declara que sus principales apoyos durante su enfermedad fueron su grupo de amigos, tanto físicos como virtuales a través de las obras de otras escritoras que habían pasado por su misma situación.
A través de las palabras la autora reivindica el dolor, lo explora y lo describe en sus múltiples e infinitesimales manifestaciones. Intenta exorcizarlo y mirarlo de frente, enseñárselo a los demás con orgullo y sin vergüenza, pero sin caer en lo melodramático. No obstante, nadie dijo que eso fuera fácil. Y precisamente, Desmorir (2021) es una prueba de la enorme dificultad que entraña pensar y escribir cuando se está sufriendo un proceso de enfermedad. La obra merece la pena por lo que dice y por cómo lo dice. Se percibe en sus páginas el esfuerzo, la oscuridad de los
momentos duros en lo que todo está enmarañado y los destellos de pensamientos fugaces brillantes enredados entre el dolor y el cansancio.
No he podido evitar imaginar la intrahistoria de este libro, la multitud de textos escritos de manera inconexa, así como la ardua tarea que ha debido constituir conectarlos todos y armar la estructura coherente que finalmente ha sido.
Afortunadamente, Anne Boyer ha desmuerto, y puede seguir pensando y escribiendo. Sale del infierno como Orfeo, llorando a Eurídice, marcada por el dolor de la pérdida de un mundo anterior que no volverá, pero más sabia y más eterna: “Imaginé una nueva estructura del mundo, como hacía siempre, luego ensayé mi muerte, me desnudé del deseo como quien se quita la ropa. Se redujo mi actividad, se redujeron mis apegos. Luego se abstrajeron mis ambiciones: era capaz de amar en la distancia y, así, de imaginar una forma mayor de amor.”
Por Marta de la Fuente Carrillo
Ficha del libro
Título: Desmorir
Autora: Anne Boyer
Publicado por: Editorial Sexto piso
Fecha de publicación: 22-02-2021