¿Cuándo nos convertimos en padres? Perdón, la pregunta adecuada sería ¿cuándo los hombres nos transformamos en padres? Como ocurre en casi todos los aspectos masculinos, los hombres vamos a la saga de las mujeres. Vosotras, probablemente desde antes del test, del médico, el bastoncito y la orina, ya sabéis que hay una vida dentro vuestro. Para los hombres es diferente. No nos convertimos en padres por ser progenitores, de hecho, algunos no somos uno pero sí lo otro. Y viceversa. Tampoco nos convertimos en padres en el momento exacto en el que sabemos la noticia. Puede ser antes o puede ser después. O puede no ser nunca. Es una experiencia tan personal, que cada hombre tiene su momento. El mío es este.
Supongo que ahora debo presentarme. Mi nombre es Juan Scaliter soy padre de tres hijos (de 20, 18 y cinco años) y marido, amante y amigo de una mujer que me tiene una paciencia extraordinaria y un amor a prueba de inmadurez. Me he dedicado casi toda la vida al periodismo de ciencia y tecnología y, de un modo u otro, a trabajar con niñ@s.
Viajo a menudo a otros países y desde hace al menos 4 años tengo la costumbre de comprarle un libro a la más pequeña, en el idioma del país que visito. Cuando llego lo leemos, nos inventamos la historia a partir de los dibujos y a las pocas semanas, el libro cobra nueva vida, con otro argumento distinto, fruto de nuevas vivencias de mi hija, mías o compartidas.
En un viaje a Portugal le compré uno que se llama A Zebra Zezé. En el original, la historia trata sobre una cebra que tiene miopía y no reconoce a sus padres por el patrón de las rayas. Simpre se confunde y se acerca a otros, hasta que un día, un poco de barro en un ojo la lleva a forzar la vista y se da cuenta de lo que le ocurre y se inventa unas gafas que son la envidia de todas sus amigas. Los dibujos son muy claros y mi hija llevó a cabo una interpretación muy cercana del argumento. Lo que me sorprendió fue que me dijo que el cuento le gustaba porque se dio cuenta que no solo se leen los libros, también se pueden leer los rostros de las personas, la piel de los demás, se puede leer con los ojos y también con las manos. A partir de ese momento comenzamos a jugar para darle “otro sentido a los sentidos”: escuchamos el ritmo de la música con la planta de los pies, le enseñé que el sabor de la canela está en nuestro olfato y jugamos a ver con el tacto.
Fue entonces cuando recordé un estudio científico sobre el que había escrito hacía muy poco. Un grupo de científicos del University College de Londres descubrieron que las patadas de los bebés en el vientre materno, no significan que se esté acomodando o que quiera enviarnos señales. Cuando los bebés recién nacidos patean sus extremidades durante la etapa del sueño con movimientos oculares rápidos (REM), las ondas cerebrales se producen en el mismo hemisferio que choca contra el vientre materno.
Por ejemplo, el movimiento de la mano derecha de un bebé hace que las ondas cerebrales se activen inmediatamente después en la parte del hemisferio izquierdo que procesa el contacto con la mano derecha. El objetivo es aprender de los límites de su cuerpo, dónde está su mano, su pie…aunque para él aún no tengan nombre. Con las patadas, el bebé traza un mapa de su cuerpo y se reconoce en él.
El estudio y el comentario de mi hija (“Papá, los cuerpos también se pueden leer”), me hizo pensar cuándo me convertí en padre. Para mi, visto a la distancia, fue en el momento exacto en el que no solo vi, sino que sentí su cuerpo en el vientre de la madre. En ese instante, para mi, mis hijos, no solo estaban conociendo su cuerpo y trazando un mapa de él. También estaban cartografiándose en mi cuerpo, metiéndose en mis hemisferios y enseñándome, de una patada, a leer un cuerpo ajeno. Fue en ese instante cuando aprendí hasta donde llegaba mi cuerpo, mucho más lejos que la piel.