Sentir que la vida se desvanece desde tus entrañas mientras no puedes detenerlo.
Mantenerte en horizontal como si de la gravedad dependiese, intentar cerrar las piernas desesperadamente mientras aprietas fuerte los ojos para que no se vaya, para que no se te escape.
Dejar correr las lágrimas mientras sacas un pie de la cama, sabiendo que esta vez, esta vez sí se irá.
Retrasar, atormentada, las visitas al baño, mientras te esconces bajo las sábanas, en la paz de la oscuridad.
No hay consuelo, no hay palabras, no hay gestos que calmen la perdida, tan solo el silencio.
El tiempo se detiene para recordarte que la vida es un cúmulo de experiencias, de las que aprender, de las que salir más fuerte.
Que cada una de ellas son únicas y personales, que nadie sufrirá lo que tu sientes en ese momento, en ese instante, en el que te sientes más sola y vacía que nunca.
Buscas respuestas y no consuelos, solo te importa el por qué y no los testimonios.
En tu cuerpo deshabitado desaparece la ilusión, el deseo y dan paso a la inexplicable desconfianza.
Es curioso como la maternidad continúa fascinándome en todas sus versiones, en las buenas y en las peores, como el amor de una madre sigue demostrándome que no existe amor igual y como la fortaleza de las mujeres sigue asombrándome en cada reto que se nos presenta.
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